Crónica “urgente” desde “la otra Concordia”: indigencia, drogas, basura, cloaca a cielo abierto y semillas de esperanza

CONCORDIA27 de septiembre de 2024El EnfoqueEl Enfoque
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¿Qué hago con “esto” que vi? ¿Cómo lo comunico? ¿Intento redactar una pulcra acta de escribano, sin adjetivos ni emociones, cual si fuera un inventario, o dejo salir todo lo que me revuelve por dentro dando forma a una crónica apasionada y urgente? ¿”Galería de fotos” y punto? ¿Dos o tres posteos en redes que cosechen varios likes y listo? ¿O no publico nada porque, en cualquier caso, haga lo que haga, será inútil?

¿Qué puedo hacer –que sirva para algo- desde mi rol de periodista, después de haber caminado durante dos horas en una zona de Concordia donde cualquier palabra se revela absolutamente insuficiente para describirla? ¿Acaso hay forma de explicar un gigantesco agujero negro que parece fagocitar todo rastro de dignidad humana?

“Las” Concordias

¿Sirve un “informe” de situación para que conozcan la “otra Concordia” (la del barrio José Hernández, por ejemplo) quienes, como yo, vivimos en “esta Concordia”, la que le mostramos a los turistas?

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¿Cuál sería un justificativo razonable para que valga el intento? ¿Que los lectores alcancen a sospechar cómo será pasar la vida –no un día, o dos, o tres, sino LA VIDA entera-, en una negra barranca de barro, sobre un cauce de líquido cloacal turbio y nauseabundo, irrespirable, en cuya orilla cada noche se vuelve una experiencia agónica, apocalíptica, poblada de adictos desesperados por una dosis –tal vez para intentar escapar de ese infierno- y dominada por los que lucran acercándolos más y más a la muerte?

¿De verdad sirve publicar las fotos y los videos? ¿Para qué? ¿Para que el lector se imagine montañas en la que trepan y trastabillan niños inocentes? Pero no las mágicas y encantadoras elevaciones de San Carlos donde juegan “nuestros hijos”, sino “otras montañas”, hechas de parvas de basura, donde se mezclan toda clase de podredumbres, entre pedazos de autos, colchones viejos, pañales usados, descartes de “la otra Concordia” que revuelven “los hijos de ellos”, buscando algo con qué jugar y con qué distraer la panza del hambre.

Señalar presuntos culpables y seguir como si nada

Y en el supuesto de que esa fuera la “pretensión” de este informe, que crezca el número de los que sepan qué está pasando ahí, no desde ayer ni desde antes de ayer sino desde hace ya mucho tiempo y muchos gobiernos –demasiados-, de nuevo, la pregunta: ¿para qué? ¿Qué utilidad tendría? ¿Que muchos se escandalicen un rato, mientras dure el efecto emotivo del informe, y canalicen la bronca identificando presuntos culpables –que siempre serán “ellos” y nunca “nosotros”-, puesta en escena que durará algunas horas, para, finalmente, hecha la catarsis, seguir como si nada?

Pero –pensándolo bien-, ¿quién soy yo para avanzar sobre las decisiones del lector? Cada cual hará con este, al igual que con cualquier otro mensaje, lo que su libertad le dicte. Nada ni nadie puede imponerle a quien se adentre en los detalles de esta crónica tal o cual reacción concreta. Y está muy bien que así sea, por imperio de esa bendita y misteriosa libertad/responsabilidad que distingue a la condición humana.

Las agendas periodísticas cómodas y las otras, las que molestan

¿No será que, al fin y al cabo, sólo escribo, describo, muestro y denuncio para tranquilizar mi propia conciencia, para sentirme menos hipócrita e indiferente de lo que ya soy, y, una vez publicado, después de hacerme eco de las reacciones, que durarán con suerte dos o tres días -o quizás menos-, dar vuelta la página y volver a la agenda “periodística” de siempre, que si el dólar, que si la tasa de alumbrado, que si la plaza “Estado de Israel”, que si “Roca” o “Pueblos Originarios”, que si las réplicas de las copas del mundo, que si…?

Cuando subo al auto de regreso “a la otra Concordia”, un conductor de una radio debate con su equipo la “imperiosa necesidad” de introducir la educación financiera en las escuelas… Siento que le hablan a otro planeta, como lo hago yo, mañana tras mañana, conectándome con “gente como uno” digamos, “gente bien” digamos, que duerme en una cama, que tiene paredes, mesa, muebles, notebook, vereda, calle, agua potable, comida, escuela… “gente normal” digamos, que no sabe lo que es soportar una tormenta de lluvia y viento bajo unos pedazos de nylon a los que les tiraron troncos encima para que no se levanten…, que apenas si puede imaginar lo que sería una sola noche entre tiros y tranzas, con hijos, hermanos, primos, todos atrapados por la droga, que lo inunda y lo enferma todo, mucho más aún que la cloaca a cielo abierto.

Vuelvo a cuestionarme: ¿servirá de algo describir? Porque conocer al detalle una realidad no es para nada sinónimo de que algo cambie… ¡Cuántos informes se han publicado!... Pero, ¿quién soy yo para pretender conocer de antemano la supuesta utilidad de un mensaje? ¿Desde cuándo me he vuelto utilitarista? Al fin y al cabo, si lo publicado servirá o no, ni siquiera depende de mí.

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La dignidad humana que ya está allí

De golpe me doy cuenta que mi narración, además de muy probablemente inútil, es gravemente “parcial”. Descubro que me estoy olvidando de cosas importantes, positivas… Me estoy olvidando de contar, para empezar, por qué llegué a ese lugar, quién o quiénes me invitaron, qué hacen ahí, sembrando esperanza… La basura y la cloaca me absorbieron los sentidos, me comieron la cabeza, y dejé de percibir y valorar otros aspectos que no pueden darse por descontados…

Tal vez deba empezar todo este escrito de nuevo, recordando algo que tantas veces enseñé a mis alumnos, que la dignidad humana no se “otorga” sino que se reconoce en cada persona, que esa dignidad ya está presente en todo ser humano, con independencia de cualquier otra característica: si está sucio o limpio, si vive en la basura o en un palacio, si sabe leer y escribir o está hundido en la ignorancia, o lo que fuere.

Mirando desde esa conciencia, está claro que cada habitante de ese barrio, más allá de las condiciones deplorables de su entorno, es digno, es incluso sagrado… Dicho así, sin condiciones, lo es en tiempo presente… No es que serán dignos si pasa tal o cual cosa, en un futuro mediato; no es que lo serán cuando estén limpios, educados, tengan empleo y hayan dejado las drogas… No. Lo son ahora, así como están, vulnerables in extremis. Seguramente no se sentirán “dignos” ni lo parecerán a nuestros ojos, que no saben mirar más allá de las apariencias, pero en su interior hay sueños, anhelos, deseos de cambiar su destino, sin resignar el protagonismo y el esfuerzo que de ellos dependen, tutelados pero no sustituidos en su iniciativa propia… Son deseos que se corresponden con esa dignidad escondida pero absolutamente real, ontológicamente real.

Los que ponen el cuerpo y siembran esperanza

Pero vayamos al punto por donde quizá –insisto- debí empezar el relato. Hablemos de esos que me invitaron, esos que todas las semanas van al barrio a poner el cuerpo y el corazón, abriendo un surco para arrojar allí la semilla de la esperanza.

Por ejemplo, ese grupo de voluntarios de la parroquia Nuestra Señora del Valle, animados por el Padre Néstor Toler, que camina el barrio todas las semanas. Lo mismo que Jorge y Marcela, que siempre llevan materiales didácticos y actividades prácticas para hacer con los niños.

Por ahí, confundidos entre los vecinos con los que han establecido vínculos humanos, están Fernanda y Luis, que generan un espacio de taller orientado a adultos del barrio (generalmente madres). Este matrimonio también trabaja en la capilla Santa Rita, impulsando un proyecto educativo orientado a sostener trayectorias formativas de adolescentes, que, por diferentes imponderables de una vida sumergida en la pobreza estructural, se encuentran fuera del sistema educativo.

A la lista de los que van al barrio a ayudar -que seguramente será mucho más extensa e incluirá personas y ONG con quienes no me crucé en esta visita- incluye a dos mujeres que van a peinar a las niñas. Son Juliana e Ivanna. Lo que hacen, con el afecto con que lo hacen, es un gesto hermoso. Las pequeñas, mientras les lavan y enjuagan el cabello, mientras las peinan con dulzura, se sienten tratadas como reinas, se sienten como debe sentirse toda criatura humana. También están Alicia y Arturo, que ayudan con la merienda, rodeados de chicos que valoran más que la leche el afecto que les dan.

Y los guardapolvos de estudiantes… ¿quiénes son? ¿Por qué van al barrio? Son de cuarto año del Profesorado de Educación Primaria, realizando un trabajo de campo para la materia “Problemáticas Contemporáneas de la educación primaria”, de la que es titular el Profesor Marcos Pizzio, un inquieto que contagia la urgencia de pensar caminos innovadores para educar en contextos de vulnerabilidad. Otras con guardapolvo son de segundo año del Profesorado de Educación Especial, que fueron a conocer la realidad del barrio. Todas cursan en las instalaciones de la centenaria Escuela Chiovetta.

De la caminata participaron un hombre mayor y un joven estudiante de abogacía. No sé sus nombres. Me consta –se le notaba el impacto- que el futuro abogado presenció, in situ, una muestra concentrada de la violación de los más elementales derechos humanos. También habrá entrevisto de dónde salen, qué historias cargan sobre sus espaldas algunos de los que luego terminan en la cárcel –o muertos en un zanjón- por robos, tiroteos y homicidios.

En la recorrida, nos cruzamos con dos personas del Plan Relevar, impulsado por la Municipalidad de Concordia. Nos contaron que era la segunda vez que recorrían el lugar, que están visitando a algunas personas en situación más compleja, para ver si algo cambió desde marzo/abril. Intento saber si en ese lapso hubo alguna acción concreta que pudiera haber provocado un cambio. Pero el diálogo se interrumpe antes de que llegue una respuesta.

El barrio José Hernández –debí precisarlo antes- no está allá lejos... Se llega por calle Sargento Cabral al fondo. Dista apenas unas pocas cuadras del imponente edificio del Hospital Carrillo y unos cientos de metros del acceso sur, sólo que desde la avenida Perón o desde la Frondizi no se lo alcanza a ver.

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Huertas, biblioteca, pizarrones…

Las alumnas y alumnos que se están formando para educar merecen un especial reconocimiento. Es verdad que inicialmente han ido al barrio porque fue la consigna que bajó de la cátedra, pero no es menos cierto que en las iniciativas que pusieron en juego, y en el modo en que las llevan a cabo, se advierte que hay corazones conmovidos, interpelados. Ir al barrio dejó de ser una obligación para volverse una decisión.

Por ejemplo, veo en un rincón botellas de plástico cortadas, con tierra y semillas. Están en una estructura de madera hecha con pallets. Es una huerta de interior, en la que estudiantes están enseñando a los niños del barrio a cultivar y cuidar la vida.

Veo más allá a un estudiante colocando cajones pintados de diversos colores, de manera tal que se conviertan en una mini biblioteca para ubicar allí libros infantiles. Mientras trabajan, sueñan con conseguir más libros. El propósito no puede ser mejor: que los niños se familiaricen con el maravilloso mundo de los cuentos y de la lectura. Me cuentan que la Dirección de Educación Municipal consiguió una donación de 1000 libros, que por razones de seguridad aún no se han llevado al barrio.

En otros sectores del salón de usos múltiples asoman mini pizarrones improvisados con pintura en las paredes. Se trata de crear áreas de estimulación.

La peor de las basuras: la droga

Una vecina joven, con un hijo en brazos, nos sale al encuentro decidida a vomitarnos un realismo, que de mágico no tiene nada. Nombró a todos los miembros de su familia –una larga lista- que han caído en las drogas, denunció que el dominio narco del lugar no ha retrocedido ni un milímetro. A metros de ella, los restos carbonizados de una casilla que se prendió fuego, vaya a saberse en qué circunstancias. Más allá, uno de los tantos “kioscos”, pero no de golosinas...

Del otro lado de la vía, limitando allá lejos con el acceso sur a Concordia, un “parque” de basura que apenas deja ver el verde de la vegetación. Más allá, los restos de un horno de ladrillos. En las inmediaciones –me cuenta uno de los niños-, las entrañas de un caballo muerto. Tal vez en ese sector haya modelado rectángulos de barro Naamán, un anciano que supo ser ladrillero hace mucho tiempo y que ahora vive solo en una casilla llena de agujeros, sin piso, ni techo. Cuenta que dos horas antes estuvo almorzando una cabeza de pescado que cocinó en una lata reconvertida en horno. Lo cuenta con alegría…

"Llamen a Obras Sanitarias"

Una vecina que está sentada en el cordón nos pide que llamemos a Obras Sanitarias para que se ocupe de intentar solucionar el problema de la cloaca a cielo abierto sobre la cual está casi asentado el barrio. El pedido suena irónico, tanto como plantear en el José Hernández que hay que descacharrizar para frenar el dengue, allí, donde los “cacharros” se sumaron al paisaje. Sospecho que si vinieran –quizá ya lo hicieron-, poco y nada podrían hacer. Hace falta mucho más que destapar alguna cloaca. Urge un plan integral de intervención, que no deje ni un solo aspecto afuera.

Y en esa intervención integral, el capítulo educativo debería ser gigante –quizá ya lo es-. Por donde se mire, hay “infancias”. Niñas y niños, tan iguales a mis nietos, que corren, gritan, sonríen, lloran, se enojan, etc. Buscan afecto, que los levanten en brazos. Buscan contención. Son vivaces, inquietos. A uno me dan ganas de llamarlo Carlitos, porque tiene puesta una camiseta de boca con la 10 de Tevez. ¿Van a la escuela? ¿Saben leer y escribir? Un colaborador de Educando en Movimiento me dice que la mayoría no…

No sólo el Plan Relevar ha visitado esta zona de Concordia. Me dicen que también desde el área de Ambiente se acercaron, buscando definir estrategias de intervención y mejora.

Algo muy concreto es que para ese barrio, el José Hernández, están destinados los 130 módulos habitacionales que el INVyTAM proyecta construir en conjunto con la fundación Techo, utilizando fondos aportados por la provincia.

Zona de “desastre humanitario”

Dirán que exagero, pero al recorrer la zona hubo momentos en que me vino a la mente la expresión “zona de desastre humanitario”. Por lo general, se aplica a lugares en guerra o que han vivido un terremoto o una peste…

Pero más allá de si aplica o no la definición, hay algo que es evidente: intentar cambiar el destino de enclaves de pobreza estructural tan extrema requiere mucho más que aspirinas, que apenas si bajarán la fiebre por unos minutos. Y por más inmensamente valiosos que sean los intentos del voluntariado, hace falta el Estado. No en su versión burocrática, fría, sino el Estado encarnado por personas con la misma pasión que el voluntariado, que sientan y les duela tanta miseria, y gestionen y canalicen los recursos para generar las condiciones y aportar las herramientas para que las personas de barrios como el José Hernández tengan la posibilidad de desplegar una existencia más acorde con su dignidad humana.

También, con realismo, habrá que admitir que esa intervención del Estado, incluso si consigue ser integral, prolongada –constante- y acertada, arrojará resultados visibles dentro de varios años, en plazos que no se condicen con los cronogramas electorales que suele priorizar la política de baja calaña, reducida a la conquista del poder primero y a intentar eternizarse en él después.

Por Osvaldo A. Bodean para El Entre Ríos

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